viernes, 24 de agosto de 2012

La Carroza


Definitivamente, las carrozas fueron inventadas para "entes" supraterrenos, para seres que no son de este mundo. En carrozas llevan en procesión en los pueblos a los santos patronos, a los que han alcanzado cierta dignidad metafísica y merecen ser paseados, o llevados en andas, para que recorran sin muchas dificultades los espacios que les son propicios y reciban a su paso alabanzas, rezos, flores, guirnaldas y papeles multicolores; cuando no, licor, como en el caso de San Benito de Palermo. En carrozas son llevadas también las reinas de los carnavales y las ferias, y a su paso por las calles y avenidas de los pueblos van lanzando caramelos y papelillo a los cientos de mirones que se agolpan a su paso, y ellos tienen así la grata oportunidad de conocer en vivo a aquellas hermosas mujeres que ostentan un cetro por puro derroche de glamour. Y ellas a cambio reciben vivas y aplausos, frases galantes, besos lanzados con la mano; el cariño y el respeto de los súbditos.

Como cabe suponerse, el ser montado en una carroza, sin haber alcanzado las categorías antes descritas, más que una bendición venida del cielo, o una exaltación propia de seres superiores, es una humillación que no tiene nombre. Sé lo que ello significa en carne propia. Siendo un niñito de apenas tres años, a las mujeres de mi barrio no se les ocurrió otra idea sino montarme en una fulana carroza disfrazado de niño Jesús para la fiesta del Corpus Christi. ¡Guao, cómo sufrí! Quería que me tragara la tierra. Así sería mi desazón, que aquella amarga experiencia (y la vergüenza pública que me invadió), no se me borró jamás de la mente y les tomé a las carrozas una aversión tan poderosa como la del diablo a la cruz.

Me imagino al superpoderoso Chávez humillado sobre una carroza. ¡Lo indecible! El tener que ser llevado por sus acólitos en los pueblos y las ciudades calle arriba y calle abajo, montando en esos esperpentos para que lo acaricien con la mirada las "multitudes", es algo que el barinés en su egolatría jamás se hubiese imaginado. Ni Bolívar en sus mejores tiempos aceptó tal despropósito, y en Quito recibió a pie y sobre el pecho el ramalazo directo de la guirnalda que le lanzara con fuerza una Manuela Sáenz prendada de ya de su gloria. El Libertador, y mucho menos quien se convertiría en su amante, hubieran soportado el recuerdo de una carroza como signo de ignominia en el camino de la epopeya emancipadora.

Pero al Presidente no le queda otro camino que el de las carrozas. Sí, de lejitos con la gente. Y no lo digo precisamente por aquello de su enfermedad y de su supuesta dificultad para moverse (que también cuenta). Nada de eso. Lo digo por su acérrimo pánico a ser atacado por sus enemigos, a ser agredido por algún venezolano descontento por su pésima gestión de 13 años de gobierno; a ser muerto por un "magnicida". Debe tanto al país el mandatario, que su libro de contabilidad está en rojo. Ha hecho tanto daño Chávez a mucha gente, por acción como por omisión, que los días de multitudes frenéticas queriendo abrazarlo, besarlo, tocarlo, amapuchearlo, son glorias idas. No me extraña entonces que prefiera hacer su campaña montado en esos armatostes para resguardarse de todo.

Y ahora la cosa es peor. El dignatario no sólo tiene que soportar la humillación de ir en carroza, como queda dicho, apoyado permanentemente por sus "fieles" cercanos que le hablan al oído, sino que también desde esas "alturas" debe soportar (sin estoicismo, por supuesto, porque él devuelve todo, ¡no faltaba más!) las constantes quejas, llorantinas, reclamos, insultos, pitas, gritos, silbidos y maledicencias; producto, eso sí, de su propio desatino. Tantos y tantos vientos sembró Chávez durante todos estos largos años perdidos para el país, que ahora cosecha las lógicas y temidas tempestades. Y ya ni siquiera puede apelar a la manida excusa del pasado y de la Cuarta República, para salirle al paso a las graves deficiencias de sus gestiones, porque él es ese pasado.

La Carroza


Definitivamente, las carrozas fueron inventadas para "entes" supraterrenos, para seres que no son de este mundo. En carrozas llevan en procesión en los pueblos a los santos patronos, a los que han alcanzado cierta dignidad metafísica y merecen ser paseados, o llevados en andas, para que recorran sin muchas dificultades los espacios que les son propicios y reciban a su paso alabanzas, rezos, flores, guirnaldas y papeles multicolores; cuando no, licor, como en el caso de San Benito de Palermo. En carrozas son llevadas también las reinas de los carnavales y las ferias, y a su paso por las calles y avenidas de los pueblos van lanzando caramelos y papelillo a los cientos de mirones que se agolpan a su paso, y ellos tienen así la grata oportunidad de conocer en vivo a aquellas hermosas mujeres que ostentan un cetro por puro derroche de glamour. Y ellas a cambio reciben vivas y aplausos, frases galantes, besos lanzados con la mano; el cariño y el respeto de los súbditos.

Como cabe suponerse, el ser montado en una carroza, sin haber alcanzado las categorías antes descritas, más que una bendición venida del cielo, o una exaltación propia de seres superiores, es una humillación que no tiene nombre. Sé lo que ello significa en carne propia. Siendo un niñito de apenas tres años, a las mujeres de mi barrio no se les ocurrió otra idea sino montarme en una fulana carroza disfrazado de niño Jesús para la fiesta del Corpus Christi. ¡Guao, cómo sufrí! Quería que me tragara la tierra. Así sería mi desazón, que aquella amarga experiencia (y la vergüenza pública que me invadió), no se me borró jamás de la mente y les tomé a las carrozas una aversión tan poderosa como la del diablo a la cruz.

Me imagino al superpoderoso Chávez humillado sobre una carroza. ¡Lo indecible! El tener que ser llevado por sus acólitos en los pueblos y las ciudades calle arriba y calle abajo, montando en esos esperpentos para que lo acaricien con la mirada las "multitudes", es algo que el barinés en su egolatría jamás se hubiese imaginado. Ni Bolívar en sus mejores tiempos aceptó tal despropósito, y en Quito recibió a pie y sobre el pecho el ramalazo directo de la guirnalda que le lanzara con fuerza una Manuela Sáenz prendada de ya de su gloria. El Libertador, y mucho menos quien se convertiría en su amante, hubieran soportado el recuerdo de una carroza como signo de ignominia en el camino de la epopeya emancipadora.

Pero al Presidente no le queda otro camino que el de las carrozas. Sí, de lejitos con la gente. Y no lo digo precisamente por aquello de su enfermedad y de su supuesta dificultad para moverse (que también cuenta). Nada de eso. Lo digo por su acérrimo pánico a ser atacado por sus enemigos, a ser agredido por algún venezolano descontento por su pésima gestión de 13 años de gobierno; a ser muerto por un "magnicida". Debe tanto al país el mandatario, que su libro de contabilidad está en rojo. Ha hecho tanto daño Chávez a mucha gente, por acción como por omisión, que los días de multitudes frenéticas queriendo abrazarlo, besarlo, tocarlo, amapuchearlo, son glorias idas. No me extraña entonces que prefiera hacer su campaña montado en esos armatostes para resguardarse de todo.

Y ahora la cosa es peor. El dignatario no sólo tiene que soportar la humillación de ir en carroza, como queda dicho, apoyado permanentemente por sus "fieles" cercanos que le hablan al oído, sino que también desde esas "alturas" debe soportar (sin estoicismo, por supuesto, porque él devuelve todo, ¡no faltaba más!) las constantes quejas, llorantinas, reclamos, insultos, pitas, gritos, silbidos y maledicencias; producto, eso sí, de su propio desatino. Tantos y tantos vientos sembró Chávez durante todos estos largos años perdidos para el país, que ahora cosecha las lógicas y temidas tempestades. Y ya ni siquiera puede apelar a la manida excusa del pasado y de la Cuarta República, para salirle al paso a las graves deficiencias de sus gestiones, porque él es ese pasado.
 
 
 
EL UNIVERSAL
Ricardo Gil

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